En estos días de
desconcierto, miles de personas se han echado a la calle para defender España
con los medios a su alcance. Desde Cataluña llegan noticias emocionantes, de
resistencia y amor a la misma España que llena, desde hace algunos días, las
plazas de nuestras ciudades. En cada bar, en cada calle, hay una oposición
espontánea al independentismo catalán, un esfuerzo vigoroso en común encarnado, por citar un ejemplo, por ese grupo de jóvenes de Figueres a los que veíamos ayudándose a trepar
para retirar una estelada.
En muchos casos
la resistencia se efectúa, además, con regocijo, con una animación imposible en
caso de ideología. El joven de Barcelona famoso por callar la cacerolada
independentista con música de Manolo Escobar no era el prototipo de hombre masa
creado por la propaganda, pues el hombre masa, arrastrado en estos días por el
odio, no entiende de la risa y mucho menos de la alegría sencilla que implica tener
patria.
También algunas personas que han
pensado mucho han escrito sus reflexiones durante estos días. Ha habido
proclamas y manifiestos intelectuales. Los medios de comunicación han multiplicado
coberturas con sorprendentes dosis de racionalidad. Entre los carlistas, ha
circulado una carta
de don Carlos en la que nos ha llamado a fomentar la concordia al mismo
tiempo que ha recordado que los fueros pueden constituir una solución integradora.
Sin embargo, el problema es mucho
más complejo. España se muere desde hace tiempo. Puede que aún haya españoles orgullosos de su bandera y el Estado siga
siendo poderoso, y tenga capacidad de llamar a la acción a miles de policías que detengan la subversión,
pero España tiene muy poco que ver con eso. España no es el Estado, ni el orgullo por una bandera, aunque lo
crean así personas tan distintas como Mariano Rajoy y Carlos Puigdemont.
La España que conocimos en casa,
cuando éramos pequeños, era un lugar donde imperaba la justicia. Había
malvados, por supuesto, pero quienes tenían el poder tenían también la
obligación de castigarlos y proteger a su pueblo. Sin embargo, en España hace
mucho tiempo en que la injusticia se ha acostumbrado a campar a sus anchas.
Tan familiarizados estamos con la
injusticia que celebramos, por ejemplo, que empresas que practican la usura y
esquilman a nuestro pueblo hayan decidido trasladar su sede fuera de Cataluña.
¿Qué tipo de patriotismo es este? ¿Qué patriota olvida que, por ejemplo, La
Caixa, condonó millones de euros de deuda a un
partido independentista? ¿Haría lo mismo con un vecino de a pie? Las empresas que abandonan Cataluña, ¿lo hacen por amor a España o por miedo a
perder sus bienes si la revolución se radicalizara?
En estos días escuchamos algunas
emotivas peticiones de diálogo. Alguna de ellas es singularmente llamativa,
pues no contempla la pena para los responsables de la revolución en Cataluña. ¿Qué
tipo de patriotismo es el de quienes, olvidando las más elementales normas de
justicia, proponen otra cosa que no sea la entrada en la cárcel de quienes han sublevado
a parte del pueblo catalán contra su propia comunidad y sus vecinos?
La concordia sólo puede ser
posible mediante la justicia pero, ¡ay!, no sólo hay injusticia en las calles
de Cataluña. En cada rincón de España, en tantas y tantas relaciones cotidianas,
en las jornadas laborales, en las transacciones comerciales, en las clases
escolares, en las sesiones parlamentarias y en muchos otros ámbitos impera la
injusticia. Todos conocemos ejemplos ¿Cómo no va a morirse España?