Está muy bien que todos coincidamos en que la
guerra civil de 1936 a 1939 fue un suceso triste en el que se dieron episodios
tremendos. Sería injusto, porque es imposible medir el sufrimiento, quedarse
con un suceso en concreto. En el imaginario colectivo perviven los fenómenos de
represión de uno y otro bando –los carlistas participamos en uno de estos
bandos, en el denominado “nacional”-.
Pero más injusto si cabe sería pensar que
todo comenzó en 1936. Quizá los carlistas tengamos mucho que decir en esto
porque, a diferencia de los partidarios de Alfonso XIII y quizá algún sector de
“las derechas”, acogimos la II República con pequeñas expectativas. Nadie sabía
lo que iba a ocurrir, pero el viento fresco de las reformas sociales auguraba
un futuro algo más próspero. Sin embargo, todo se trocó pronto en luchas de
partidos, caos revolucionario y violencia en las calles. Las quemas de conventos
y la persecución religiosa nos hicieron decantarnos hacia lo que luego sería
llamado “bando nacional”. Con perspectiva, esto resulta curioso, pues debimos
combatir, codo con codo, en la misma trinchera, con sectores a los que habíamos
combatido previamente a lo largo de más de un siglo de historia.
Ayer hablaba Íñigo Errejón, de Podemos, de
sus abuelos que salieron al frente y presumía de que llevaban
alpargatas. Los nuestros también las llevaban y cantaban aquello de “Cálzame
las alpargatas, dame la boina, dame el fusil…”, pero nos da igual. Es decir, que no nos
importa el calzado que llevaran. Esto no los hace mejores personas. A nosotros
nos importa, sobre todo, el porqué y cómo lucharon. La causa les valía la pena,
aunque implicara combatir en la misma trinchera que viejos enemigos.
Nuestro anciano rey, don Alfonso Carlos,
autorizó el alzamiento del pueblo carlista. Debió de ser difícil enviar a
derramar su sangre a tres generaciones distintas de carlistas como las que
salieron al campo el 18 de julio y formaron en Pamplona, en la Plaza del
Castillo, el día 19. La orden la dio con mucha claridad, don Manuel Fal Conde.
Sus palabras aún resultan emocionantes, por lo que vinieron a suponer: "La Comunión Tradicionalista se suma
con todas sus fuerzas en toda España al movimiento militar para la salvación de
la patria”.
A partir de ahí comienza la guerra, cruda, cruel.
Esto es un asunto interesante, porque los voluntarios movilizados por el
carlismo no eran la clase de personas que uno ve hoy opinar sobre la guerra
civil. En su mayoría, no gozaban de las comodidades del sillón ni de una,
supuesta, preparación intelectual superior. Eran los vecinos de entonces, de
cuando Dios y la patria eran las causas de la gente corriente.
Vecinos eran también los de la trinchera de enfrente.
Muchos también creían en Dios y en la patria, aunque les hubiera tocado luchar
en otro bando. Cuando acabó la guerra, algunos por desgracia sufrieron la represión
y otros, la mayoría, contribuyeron a la reconstrucción de España. Los carlistas
fuimos también, como sabe la gente que lee libros, perseguidos.
Sin embargo, a pesar de que fuimos los
derrotados de entre los vencedores, ochenta años después seguimos pensando que
nuestros abuelos lucharon por una causa justa. No quedó más remedio que echarse
al monte. Así lo recuerda Víctor Sierra en la dedicatoria de su libro Requetés: “hombres y mujeres que con sus
afanes hicieron posible lo que entonces era necesario”.
De cómo lo hicieron da fe Javier Nagore en un libro de título famoso: Luchábamos sin odio.